Después de distintos retrasos salimos el domingo tres a NY, un buen vuelo, una buena hora de llegada y una hora más que tardía de entrada en al que iba a ser nuestra casa la siguiente semana. Atención al metro, local y exprés, tomamos el segundo con la consiguiente llegada casi al Bronx, retroceso y caminata y otra sorpresa, no por igualmente sabida menos desagradable de entrada a los efectos organizativos, los impuestos no están incluidos en casi nada y así en la compra diaria, como después comprobamos en las siguientes el precio de las cosas se incrementa de un modo notable. Superados los primeros escollos lamentar que el Luna Park de Coney Island solo abre sábados y domingos así que un plan a borrar de la agenda.
Cada día un Museo, es una buena fórmula para resistir el aluvión de información y si uno se organiza bien hasta pueden salir gratis, ya que habitualmente hay un día y horas en las que los museos no cobran. El primer día tocaba el Museo de Ciencias Naturales y sus fascinantes dioramas, con los animales en su medio natural interpretado, además de las áreas temáticas a mitad de camino del museo etnográfico o antropológico, no puedo negar que la sala de Nueva Guinea me ha gustado más que la de París, pero en esto como en todo hay gustos. A lo expuesto hay que añadir la emoción de la búsqueda de los escenarios de “Noche en le museo” que se palpa en el ambiente.
Después ya que estamos enfrente, la primera incursión en Central Park, nos tocó el lago pequeño de traza pintoresca y el recorrido quizás más cinematográfico y reconocible hasta aterrizar en el Plaza. Lo primero reponer fuerzas en el Joint de Le Parker Meridien, que no cambia con el paso de los años, ni la aglomeración, ni la decoración ni por supuesto su oferta de hamburguesas con una calidad aceptable.
Repuestos el recorrido obligado por la Quinta Avenida, la pista americana de Tiffany’s, Abercrombie, Gap, Hollister y como no Nike, hay que obtener una gorra el primer día para identificarse con la ciudad. De paso la Trump Tower, lo ha conseguido, turistas en peregrinación, pero también neoyorquinos sentados leyendo o tomando el picnic en el parque público de su quinta planta, descenso a la tienda de recuerdos, cutre, tal cual tiendita de cualquier aldea marinera. Deambulando, Saint Patrick y como no Rokecfeller Center como siempre ordenada, bien cuidada y masas de gente haciéndose fotos, es un espacio muy logrado frente a la magnitud de sus escala.
Llegamos a Time’s Square ya iluminada, bulliciosa como a cualquier hora del día, ahora la gente se sienta, aunque el ruido la haga poco atractiva, la peatonalización ha sido parcial y el ruido de las conversaciones es alto. Un indudable acierto del proyecto de Shoneta, la grada que resume lo que es la plaza: un espacio del que disfrutar. Creo que para ponerla de ejemplo de humanización le falta mucho, pero el cambio es de agradecer.
El día lo rematamos en la zona de los teatros y un musical como corresponde, la elección recayó en Cat’s. Un Cat’s colorista y brillante, una escenografía que caracteriza bien el ambiente pretendido por el guión, una iluminación prodigiosa por momentos mágica. Realmente mucho mejor que la vista en Londres ya hace muchos años, recreada más en lo cutre y marginal de la historia.
Tras el inevitable recorrido de Central Park, este día el castillo, el lago grande y ese perfil tan característico de NY por su homogeneidad y ese otro ángulo de grandes árboles que sumerge el parque en la naturaleza. Como segundo museo el Metropolitan y su apasionante colección de pintura, parecería que ahí está todo aquello de lo que tenemos un recuerdo preciso, con especial presencia de finales del XIX y principios del XX y cinco Vermeer, Juan de Pareja de Velázquez y Gertrude Stein de Picasso y más y más y mucho más. Lo demás aquello que nos toca la reja de la catedral de Valladolid y el patio del palacio de Vélez Blanco, una joya renacentista enclavada en un museos de museos, desde la colección de Robert Lehman, una muestra que no puede decirse representativa sino total del S.XVIII europeo, mobiliario, pintura, ajuar…. Lo demás deprisa, es un museo para muchos días. A la salida un perrito caliente, no podía ser de otra manera y al metro, una vez aprendido no tiene la menor dificultad, salvo pasar del Este al Oeste con el escollo de Central Park. la comunicación transversal en NY es difícil, pero dada la escala nada es imposible para un buen andarín.
High Line arranca en la calle14, desde Chelsea hasta el Meatpackng District, discurre en medio de una gran transformación urbanística, en donde el tejido industrial desaparece en un mar de grúas para ser sustituido por rascacielos de oficinas y viviendas de alto standing, que igualmente van sustituyendo las edificaciones populares a lo largo del recorrido en un proceso de gentrificación imparable.
El parque lineal, proyecto de Diller Scofidio+ Renfro aprovecha la vía elevada de la West Side Line, una vez abandonada y de la que aún queda algún raíl para convertirla en un paseo peatonal en altura con un recorrido paisajístico. Serpentea entre los edificios ensanchándose en donde se producían los cruces, creando auténticas plazas con un carácter muy distinto, jugando con al estancia en distintos aspectos de la conversación al mirador o una playa con su falso curso de gua frente al río. Es una senda pavimentada siempre bordeada por vegetación silvestres, bien combinada y de fácil mantenimiento con un falso carácter casual que llevaría a la ficción de andar por el campo. Con desviaciones de escaleras y ascensores para retomar la ciudad.
Una parada mitad de camino en el Chelsea Market, el mercado se sitúa en una antigua fábrica de harinas, recoge la propuesta de mercados gourmet que recorre Europa desde el de San Miguel en Madrid al de Enfants Rouges en París. Menos sofisticado que el primero y menos mercado que el segundo. La oferta de comida es americana, pizza, pasta y hamburguesas, chocolates y helados, comida tex-mex y alguna tienda de diseño y ropa. El carácter de mercado lo mantiene la pescadería que ofrece el pescado fresco para comprar o se consume elaborado con el protagonismo de la ostra, estrella de referencia de los neoyorquinos. En general hay poco espacio para sentarse, fomentando la rotación y poco el placer del turisteo con sus momentos de reposo.
El diseño está en la línea del Palais Tokio, intervención mínima, en un recorrido lineal de una a otra fachada, ladrillo visto, desconchones aquí y allá, microcemento en el suelo e instalaciones vistas perfectas.
High Line remata en un punto ya civilizado por los hoteles y la restauración y el Withney Museum de Renzo Piano que solo vislumbramos, por vagancia, estaba allí. Hubiera sido una buena ocasión para compararlo con la Fundación Botín de Santander, pero otra vez será. Al metro y de nuevo al bullicio de Time’s Square, ahora de día y Hard Rock llamando antes de ir a Battery Park a coger, ida y vuelta gratuita, el barco a Staten Island, un buen método para pasar al lado de la estatua de la Libertad a una hora tan tardía. De nuevo una asignatura pendiente junto con la renovada Isla del Gobernador.
Ya toca el MOMA, esta vez con una gran antológica de Rauschenberg, no sé si estoy muy de acuerdo con esta política de exposiciones temporales, te hacen perder referencias y si el artista es tan local, por mucha información que tengas de su trayectoria y te den, pinceladas de Jasper Johns, Jackson Pollock, John Cage o Merce Cunninghan y un Warhol, la crème de la crème de EEUU, no estás dónde crees estar y si por encima el patio está cerrado por evento social, ya solo te queda el gran Sean Scully de la entrada. Al salir llueve, no queda más recurso que la magnífica tienda de diseño de la acera de enfrente aunque no compres nada. Menos mal que había una magnífica exposición de dibujos y maquetas de Frank Lloyd Wright, problema, hay que llevar compañía de arquitectos.
Así se llega a la hora de la comida, metro a Canal Street que bajo la lluvia pierde su encanto, y a disfrutar de Little Italy y Chinatowon para acertar bajamos por la mejor idea es buscar el eje de cada barrio Mulberry Street para Little Italy y sus arcadas de luces con los colores de la bandera italiana y Moot Street con su farolillos rojos y su mercado callejero al aire libre donde se muestran infinitos alimentos de variadas formas y colores, desconocidos para el profano.
Más asequible Little Italy, con su su urbanidad latina y su sucesión de restaurantes, comimos en uno anodino, después de renunciar a una pizzería con personalidad de barrio romano, a buen seguro un lugar para considerar. Primera recomendación, recorrer toda la calle antes de sentarse a comer y empezar a disfrutar de los grafiti y anuncios gigantes que proliferan por la zona.
De camino al puente de Brooklyn, el objetivo del día, pasamos por Bowery, que ya no es el lugar degradado y en apariencia peligroso en su abandono y sus homeless borrachos en el suelo en todas las esquinas, un espacio triste que conocí en 1983 y aún vi en 1991. Hoy es una calle limpia, activa y animada, centrada su regeneración en la construcción del New Museum de Sejima+Nishizawa/Sanaa, seis cajas apiladas y desplazadas con elegancia, encontrando un hueco en relación con las medianeras colindantes y descontextualizadas en su entorno que espera a ser transformado. Atractivo bajo el cielo plomizo debe de ser espectacular en un día de sol. Más arte contemporáneo ¡no!, solo entramos al vestíbulo, desnudo, de líneas sencillas, y a su tienda, una magnífica librería con ¿todo? lo que hay que leer para entender que ocurre ene mundo del arte hoy y una tentadora oferta de objetos de diseño, el elegido, el más trivial un pin de gato, extraído por comparación con una obra contemporánea, Mondrian, Matisse, Picasso…un ejercicio verdaderamente ingenioso. En la calle hoy proliferan las galerías de arte.
Enfrente del museo está Prince Street una calle neoyorkina común, con sus escaleras al exterior y árboles en sus aceras. Su recorrido ofrece pequeñas tiendas de moda llenas de tentaciones, diseño minimal, colores pardos grises y negros, una pequeña nota de color y calidad indudable, para caer tentados en una esquina por un pequeño café, Little Cup Cake, como debe ser, perdido en el s.XIX, por contraste, con maravillosos pastelitos y atractivas tartas para caer en la de chocolate, aún sin saber, nos lo contarían los recortes de periódicos enmarcados, que era la mejor tarta de chocolate de los Estados Unidos.
Recobradas las energías, solo quedaba encontrar el arranque peatonal del puente, fácil sobre el papel y complejo en la realidad por los cambios de nivel. El recorrido del puente es una gran experiencia no solo por lo que ofrece de la ciudad a medida que se avanza sino por el propio puente, con una visión seriada, de su estructura repetida simétricamente, la piedra y los radios de acero dibujan el espacio, como es imposible ver en la visión lejana, siempre cinematográfica que tenemos en la cabeza.
Salir del puente no es más fácil, pero en cualquier caso había que recorrer DUMBO (Down Under the Manhattan Bridge Overpass), un distrito de grandes almacenes rehabilitados y con nuevos contenidos que hablan de un lugar de emprendedores, artistas emergentes y una buena oferta hostelera, un lugar de moda entre el puente de Brooklyn y el de Manhattan. Al fondo de la calle Waters se ven las grandes pilas de piedra que sostienen el puente y forman un ovalo dentro del que en su eje aparece el Empire State Building. Y a partir de aquí el diluvio universal, el River Café empezando a recibir gente, deseosa sin duda de pedir su puente de chocolate que no se comerán, algo tan bonito y tan frágil pide ser conservado. Nos refugiamos en la Brooklyn Ice Cream Factory, la mejor heladería de NY según rezan las guías, una construcción blanca ¿colonial?, en la que en ese momento había más empleados que clientes. Los helados muy buenos, hay que llevar dinero, no son caros, pero es uno de los pocos lugares en que no admiten Visa.
Un intento fallido ver el Brooklyn Bridge Park en la ribera del East River, uno de los múltiples logros del alcalde Bloomberg, tenía buen aspecto bajo la lluvia y Manhattan iluminado visto desde allí es todo un espectáculo, que debe ser grandioso si un día sin agua se ven encender las luces de los edificios a la puesta de sol.
La vuelta un enredo de calles cortadas, marcadas por una topografía difícil, que hace que la parada de metro en principio ahí mismo se aleje cada vez más, una experiencia en la investigación de NY.
De nuevo Central Park, Olmsted, un sabio, diseña una pieza de identidad, un pulmón verde para la ciudad, una caja de sorpresas y al tiempo una barrera en las relaciones transversales. El objetivo final la Frick Collection, mi museo preferido de Nueva York, la representación de una forma de vida, ya periclitada, nos queda la “Edad de la inocencia” y una colección de pintura que no deja de asombrar cada vez que se ve. Para la escasa producción de Vermeer, tres de sus lienzos están aquí, pero hay mucho más, Rembrandt, Goya, Velázquez, Sargent, una colección muy equilibrada. Con una colección de elementos decorativos casi perfecta, de un gusto exquisito, parecido a la Wallace de Londres, el Frick consigue liberarse de su atmósfera de museo. Todas las ciudades se merecen un museo así, Madrid tiene dos el Lázaro Galdeano y el Cerralbo, a lo mejor no tan espectaculares, pero de la misma época, con unas colecciones espléndidas y con innegables connotaciones con la generación de la Frick .
Llega la hora de las frivolidades y toca recorrer Lexington de arriba abajo, la numeración neoyorkina le acaba con la cabeza a cualquiera, un descubrimiento para reponer fuerzas sobre la marcha con un bollo, Maison Baker, no sé si hay muchas pero al día siguiente recaímos en otra. La frivolidad, Dylan’s Candy bar en la tercera avenida, un mundo lleno de colores e infinitas chuches repartidas en dos plantas, chocolates, caramelos, gomínolas e innovaciones varias en el mundo de los dulces, colocadas con gracias y con alicientes como la vitrina en la que personajes famosos han instalado una cajita con su foto y su chuche preferido.
Y abierto el apetito, de nuevo a investigar, esta vez sobre seguro, le toca a JG Melon (Lexington con la 74), enfrente de la Maison, la típica terraza de película y un interior con personalidad, una buen hamburguesa y ¡ojo!, a la búsqueda de un cajero y dinero, al final va a ser un mito eso de ir solo con la tarjeta en el bolsillo.
Y toca vagabundear y buscar un pastel para rematar la comida, Tribeca nos llama al igual que el edificio de bandejas que se ve desde todas partes, de quien será el proyecto ¡ni idea!, una cierta similitud con los de Bjarke Ingels ya tiene, pero va ser que no, el suyo está en la calle 57.
De ahí a la Zona Cero, pasando por el City Hall Park, fuera del tiempo de esa ciudad. No vimos el museo, pero sí la magnífica fuente homenaje a los fallecidos, un agujero sin fondo en el que los bordes son un reflejo de las cataratas del Niágara, jugando con los distintos tonos y texturas del acero corten en un buen ejercicio de diseño, al que acompaña el espacio público en el que se inserta jugando con el césped y la piedra, definiendo pequeños espacios para el silencio y la reflexión.
Al lado un centro comercial, escaparate del comercio de lujo de moda del planeta, con un espacio central con palmeras y una espectacular escalera para actuar como una escenográfica pasarela. En ese momento había una exposición de Snoopy en diversos atuendos. Atravesando, Battery Park, muy concurrido, desde un animadísimo after work, a la gente corriendo o jugando o los que relajados y tranquilos acompañamos para ver la puesta de sol entre los mástiles de los barcos de la pequeña marina.
Para regresar cogimos el camino subterráneo, más bien una galería comercial que conduce hasta el intercambiador de Calatrava, un espacio poderoso, de gran escala, como corresponde a la confluencia de un número muy elevado de líneas de metro, un auténtico hub urbano. Un espacio modelado en, con una cubierta a modo de costillar y un guiño a la guerra de las galaxias, que exteriormente se traduce en una ligera espina de pez, dando contenido estético y réplica de escala a los nuevos edificios por medio del contraste blanco sobre azul. En conjunto y sin atender a su coste es una obra de progreso y confianza en el futuro.
La salida, ya de noche, al distrito de Wall Street a la caza y captura de la Reserva Federal y para rematar el día en Greenwich Village, animadísimo a esa hora, en el Café Wha (115, Macdougal St.) un “antro”, en el que cuentan que Bob Dylan, toco por primera vez en NY, un sótano oscuro, repleto de gente, con un escenario en el centro y un menú con diversas “recetas” americanas de pollo. La hora, la justa, quince minutos antes de que una banda roquera empezase a tocar, canciones antiguas, recientes y propias, con un buen sonido a la que se añadió un cantante invitado. Un buen concierto, bien dosificado que alcanza su cénit, cuando gentes de todas las edades, se levantan a bailar y convierten el lugar en una discoteca llena de sonrisas.
Que mejor que empezar la despedida en Strawberry Fields, y su estrella dedicada a Imagine y que, aún hoy, después del tiempo transcurrido es un lugar de peregrinaje, donde los claveles rojos ocupan un amplio espacio y la gente permanece un rato en silencio, y de nuevo a buscar un recorrido diferente por Central Park para llegar a la Quina Avenida y esta vez al Guggenheim, hoy no está cerrado por evento pero se nos avisa que en la rampa están montando una exposición y no se puede circular por ella. Al final la arquitectura es lo que prevalece, bien mantenido, su fuerza estética y visual permanece, no en vano inauguro una nueva tipología museística en la que el contenedor se impone sobre los elementos expuestos, como predecesora del Guggenheim de Bilbao. Aquí más contenida, el recorrido es el medio de visualización de las obras. En Bilbao el montaje tiene que imponerse si se quiere que la obra expuesta se perciba y valore. En esta ocasión, dada la escasa relevancia de una de las exposiciones vistas, un vago simbolismo vinculado a alguna sociedad secreta, la otra una colección de magníficos Brancusi nos levantó el ánimo, no nos impidieron disfrutar del despliegue de la rampa y la cúpula. El sol acudió al juego de luces y sombras de las bandas blancas en el exterior.
De nuevo a caminar hasta el Empire State, no se puede dejar NY sin subir a su terraza, hacer fotos de la panorámica y dejar constancia de nuestra presencia. Nunca dejará de gustarme la elegancia de la decoración decó de este edificio, a veces recargada, pero tan bien diseñada y ejecutada que se le perdona. Desde aquí arriba la retícula neoyorquina luce en todo su esplendor, las manzanas rectangulares en dirección N-S, Central Park en su centro y luego Houston Street, en donde de repente las manzanas se dan la vuelta y cambian de proporciones, el Sur cada vez más caótico hasta llegar al trazado originario, bordeado por Battery Park. Desde aquí Manhattan se convierte en una isla rodeada de muelles, que poco a poco van engullendo nuevas actividades.
De nuevo en la calle y de nuevo buscando un lugar para comer, pasando primero pro Central Station, había que ver las bóvedas de Guastavino en el Oyster Bar. Esta vez contando solo con el olfato llegamos a Giuseppe’s (Lexington con la 40), un lugar pequeño, casi casero y con las mejores pizzas degustadas en mucho tiempo y una novedad, una pizza de pollo exquisita de la que hubo que repetir, no hay que alarmarse la venden en porciones. Y otra vez a la búsqueda de la mejor tarta de queso de la ciudad, el sitio cerrado nos llevo de nuevo a la Maison Kaiser, en la 44 al lado de Bryant Park, un remanso de paz a la espera de la Fashion Week. La más inglesa de las plazas de NY estaba llena de tranquilos paseantes y gente perdiendo el tiempo bajo el sol, se estaba montando un escenario para una representación shakespeariana nocturna. Nuevos pasos hacia la 42 para verificar como el parque más pequeño de la ciudad, ejemplar ya antes, continúa apacible, un lugar verde en medio de los rascacielos. Time’s Square, para la despedida la tienda de Emmanent’s como reclamo de color y sabores, nada que ver con la fantasía de Leicester Square de Londres, pero aún así un lugar para dejar la ciudad con un buen sabor de boca.