Lisboa siempre es un buen destino, salvo si te tocan los días más calurosos del año, aún con el aliciente de las fiestas de San Antonio, su patrón. Llegamos a primera hora, en un día claro, con una luz cegadora que se quedo hasta le último día. En búsqueda de la sombra, primero Sintra y sus exóticos jardines y palacios que la hacen acreedora del nombramiento por la Unesco de Patrimonio de la Humanidad. Nos esperaban a Quinta da Regaleira y Montserrate, ambas con una gran casa como apoyatura del jardín, fantasioso el de la primera y muy libre el de la segunda como respuesta a la mentalidad de sus propietarios.
Una duda que se me ha planteado en más de una ocasión, dado que esto es un blog de viajes, que a veces hago sola y a veces es compartido ¿en qué persona se debe contar? La verdad es que casi siempre es una experiencia compartida. El gran viajero que es Nooteboom, resuelve el dilema, el viaje lo cuentas desde tu percepción, desde la experiencia personal de quien lo escribe, el mismo viaje, contado por personas distintas no es el mismo, los detalles, los matices, la mirada siempre es distinta, decidido desde hoy se acabaron las dudas, los viajes se cuentan en primera persona.
La Quinta de A Regaleira perteneció a Carvalho Monteiro, conocido como Monteiro dos milhôes, un capitalista culto que a finales del S.XIX encarga a un escenógrafo de la época, Manini, la construcción de una casa acompañada de un jardín pintoresco, escenario para una novela gótica, diseñado con una acumulación de estilos, a partir del neomanuelino como elemento común para diversos decoradores, neogótico, neorománico, o neorenacimiento, son visibles en cada una de sus partes. El arquitecto aprovecha la accidentada topografía de la zona para moldearla en terrazas, en un recorrido laberíntico, en el que se suceden fuentes, grutas, cascadas y edificios en un recorrido iniciático para una religión que no se nos revela, hecha de ciencia y astronomía.
En su programa iconográfico lo más sorprendente es el laberinto subterráneo que da acceso al Pozo imperfecto, al Lago de la cascada y al pozo iniciático, una torre invertida, en un románico casi perfecto, poético, húmedo y oscuro, con una escalera en espiral que desciende hacia las profundidades desde la cota más alta.
Su vegetación es exuberante y variada con ejemplares magníficos de castaños, tejos araucarias, cedros o sequoias y en las zonas bajas numerosos arbustos y plantas en flor van produciendo efectos de claroscuro que acentúan lo misterioso del lugar.
Manini, de origen italiano ha dejado una obra muy amplia en Portugal. Desde la Scala de Milán llega al teatro de San Carlos donde inicia su carrera portuguesa. Entre sus obras está el Palacio de Buçaco su obra más conocida, regresó a Italia, a su lugar natal Crema, donde hoy existe un museo que guarda su archivo.
Comemos en su agradable terraza desde la que se divisa el jardín y la sierra de Sintra, el pequeño y sombrío restaurante está cerrado. La tarde al dedicamos a Montserrate, no muy lejos de allí. Esta propiedad es reflejo el gusto de sus sucesivos propietarios, ingleses todos ellos, desde que Lord Byron les descubriera el lugar. Tiene un marcado carácter romántico en el que se aúnan las praderas en pendiente con un bosque muy profundo de especies variadas, que se recorre casi en la oscuridad bajo las copas de sus frondosos árboles, hasta llegar al jardín mexicano y a la laguna de los nenúfares. Lo más famoso de este jardín son sus helechos gigantes. Lo cuidado de su trazado y mantenimiento lo ha hecho acreedor del European Garden Award de 2013. Los helechos los vi en mayor cantidad y mejor estado en otra ocasión, pero siguen siendo los protagonistas junto con una vegetación densa y exótica a veces. Conocí la flor del acanto, de la que confieso no sabía su existencia y disfrute de los altos tallos arborescentes de los agaves, de Nooteboom aprendí también que tardan veinticinco años en salir y luego la planta muere.
A la casa se accede por un paseo en el que lo más destacable es un arco hindú y un estanque de carpas variadas, comunes, espejo, chinas…. La casa es un pabellón oriental en el que se despliega todo el exotismo de lo árabe y de lo hindú que funcionan hermanados. Es un edificio alargado y simétrico, la entrada principal está en su cabeza pero hoy se accede por el centro, después de un pequeño hall en el que se despliega una magnífica escalera de mármol blanco tallado con motivos vegetales y precedida por unas celosías geométricas se accede a un espacio de doble altura, rodeado de una galería y cubierto con una cúpula muy delicada de diseño. Los pasillos están rítmicamente divididos por arcadas en celosía que definen una amplia perspectiva que remata por un lado en el acceso y por otro en la sala de música. Por el camino diversas estancias, un comedor interesante y más aún la zona de cocinas y despensas en la planta inferior, también es muy interesante la biblioteca con una puerta tallada en alto relieve.
El edificio está en proceso de restauración y en las distintas salas aparecen fotos antiguas que permiten ver como se vivía en su época de esplendor, estuvo habitada hasta los años cuarenta. Toda la casa responde al espíritu romántico y pintoresco del s. SVIII y recuerda de una manera muy vívida al Pabellón Real de Brighton. Sus ocupantes o aquellos que le imprimieron carácter fueron siempre ingleses, entre ellos se encuentra el poeta Beckford, el propietario de Fonthill Abbey, una de los edificios más citados y representativos de la época.
El calor excesivo, pedía estar a la sombra y la tarde pasó, con lo que el Castillo de A Pena tuvo que quedar para otra ocasión. Así que para rematar la tarde, camino del Cabo de Rocas, la bruma del atardecer creaba une efecto óptico que permitía creer, sin lugar a dudas, que la tierra es redonda. ¿Rocas es el fin del mundo? y ¿Finisterre?, se confundirían los romanos, las coordenadas estaban allí, confirmando bajo un fuerte viento, que estábamos en el punto más occidental de Europa.
Para rematar el día, Cascais, tiene un bonito centro histórico, que desconocía al ir siempre por el borde del agua. Cena en una terraza al lado de la lonja de pescado y ¡cómo no! comí un rico bacalao, luego el paseo hasta el Faro de Santa Marta de Aires y Mateu, recordando a Pereira-Mastroniani en el Palacio Guimaraes, bajo la luna. Por cierto, una intervención muy sutil la construcción del aparcamiento al lado del baluarte, hoy convertido en hotel. Al lado el Museo de Paula Rego de Soto de Moura. Un paseo agradable antes de una sesión de jazz.
El día de San Antonio amaneció igual de caluroso o sea día de turismo lento y pesado. Antes de llegar al Museo de Carruagens, una parada en Pasteis de Belém, a comer pasteles de nata calentitos con un café, en ese ambiente laberíntico con sus azulejos, miles de turistas asombrados y sus cajas que convierten los pasteles en bombones.
Primera decepción de la mañana, el Museo de Mendes da Rocha, está acabado, luce blanco bajo un cielo implacable, está cerrado porque no hay dinero para la instalación, o porque los portugueses tienen sus dudas al no estar la colección completa, faltan los carruajes de la familia Braganza. Las carrozas, sillas de mano y cabriolets lucirían mejor teniendo cada una espacio suficiente. Hoy en el antiguo picadero lucen encimadas, con muy poca luz y la gran belleza de algunas apagada por el polvo. Las hay de todas las épocas, casi todas regalos de estado o de “pompa y circunstancia”, excesivas, algunas de un barroco escultórico exultantes bajo los dorados, creadas como expresión de poder. Visto el espacio recuerda la Alta Escuela de equitación de Viena, sólo espacialmente, mucho más práctica e ingenieril la vienesa. Esta es una estancia palaciega que podría tener un buen aprovechamiento, como escenario de la actividad de la escuela de equitación portuguesa.
Antes de entrar en los Jerónimos, el Jardín Botánico Tropical, con la magnífica enfilada de palmeras, está al lado del Palacio Presidencial. Es un jardín bien ordenado y sombrío con infinitud de plantas, desde las conocidas que se pueden encontrar en cualquier vivero hasta las sorprendentes por su rareza. San Jerónimo siempre sorprenderá por la perfección de su gótico manuelino, demasiada gente, pero es lo que tienen las estrellas que acaban muriendo de éxito.
La comida en el Centro Cultural de Belém, sede de la colección Berardo que no vi. Pocos edificios contemporáneos siguen tan vigentes con el paso de los años, Gregotti compuso y construyo un buen edificio, con ese gran patio procesional en el que los cubos se van acoplando de manera serena intercalando vacíos.
La tarde estuvo dedicada al Museo del Azulejo, está demasiado lejos pero siempre merece la pena con sus repertorios historiados de Delft y de los talleres de Lisboa, tan parecidos y tan distintos. Ese día estaban contextualizados por una exposición comparativa de cerámica Ming y de Lisboa tan lejanas y al tiempo tan próximas. La mejor recomendación la panorámica de Lisboa previa al terremoto de 1755 y su patío umbrío, perfecto para la conversación demorada.
Para terminar la tarde un café tradicional, el Nicola en la Plaza del Rocío, la tercera de las plazas que definen la Baixa junto con la del Comercio y la de Filgueira y completan de manera magnífica la retícula pombalina desde el mar, su tipología homogénea define una edificación repetitiva en diseño y construcción, variada por la decoración en la que los portugueses son maestros. Pasamos por Sto. Domingo, la impresión es muy potente, a mí me rechaza, pero sin duda es la imagen que Piranesi hubiese querido dibujar. La iglesia ardió, la piedra estalló pero el restaurador solo puso una cubierta rojo sangre a lo que quedó.
Como remate del día el borde del Mar de la Paja, está en proceso de recuperación, con la gente paseando o conversando, viendo cientos de velas regateando voy camino de la sorpresa del día, en la otra ribera Cacilhas, un malecón con el mar a un lado y naves abandonadas al otro, un paseo solitario con el sol detrás de Lisboa, cuando ya está a punto de abandonar aparece Atírate ao Río, un restaurante volcado hacia Lisboa, que poco a poco se va reconstruyendo con luces, frente al mar como un espejo bajo la luna llena. El restaurante merece la pena, comida y trato.
Volvemos guiadas por las luces de minero que los pescadores utilizan para pescar a lo largo del malecón, un poco de baile en la verbena y a comprar el pan que hay que guardar hasta el otro año.
Un nuevo día y otra meta, el Palacio de los Marqueses de Fronteira, una casa de recreo del S.XVII, hay que estar atentos pues los horarios son pintorescos, debido a que la familia vive allí. Del interior de la casa poco que recordar, una biblioteca y un retrato moderno de una marquesa y sobre todo las maravillosas vistas sobre el jardín, según vas girando por la casa. Es una casa alegre y feliz, no sé si tan feliz como en “El perro del hortelano” origen de la obsesión por conocer este lugar. Pilar Miró gastó aquí todas sus ganas de vivir. Es un jardín rígido y al tiempo ligero, los azulejos acompañan todos los recorridos desde las terrazas a la capilla, donde el mundo de la escultura clásica se viste del barroco azul de los azulejos. Todo parece más pequeño, ¡la magia del cine! Al lado de la capilla hay un mural hecho de trozos de loza, cuentan que una vez que el rey comió en la vajilla ya ningún otro mortal podía hacerlo, así que una vez rota se convirtió en decoración.
En una terraza más baja hay una fuente a modo de parterre rodeada de un banco azulejado, el jardín aquí es más o menos libre y da acceso a la terraza del estanque. La pared con los omnipresentes azulejos tapa el bosque que se adivina detrás, de vez en cuando una hornacina. En el horizonte un parterre de boj a la italiana, en el centro una fuente, mirando hacia una periferia que se adivina demasiado próxima y ajena al lugar. La casa roja a la izquierda empieza a mostrar la actividad previa a la comida. Desde la terraza se desciende al parterre por dos escaleras monumentales simétricas, precedidas por unos templetes. Todo el jardín se adecúa extraordinariamente bien a la topografía, generando unos ejes visuales variados que pese a su rigidez aparente le dan una gran movilidad.
Comimos en Bernard, un antiguo restaurante vecino del café de A Brasileira y el impávido Pessoa mirando su periódico ajeno al trajín de la calle, al lado una maravillosa librería de viejo, antiguamente una editorial, hoy desaparecida y en la que un artista ha convertido muebles abandonados en lienzos improvisados en los que una tumbona se convertía en un paisaje invirtiendo la relación con el espectador.
Paseo por el centro, San Carlos, la casa de Pessoa, los escaparates de decoradores y anticuarios y la sucesión de iglesias barrocas: Encarnación, Mártires y la Miséricordia o de los italianos. Cae ahora en mis manos un librito de Fernando Pessoa, “Lisboa”, la descripción de la ciudad que amaba y quería compartir con el viajero, ¡pena no haberlo tenido antes!, repleto de datos, disfrutaría mil veces más lo que estaba viendo, aunque fuese escrito antes de 1935, la distancia permite comparar. Me olvidaba la chocolatería Ecuador en la rúa da Miséricordia, un placer.
Una novedad en Lisboa, el Mercado de la Ribera, reconvertido en un Mercado de San Miguel, sin el agobio de éste, los puestos se agrupan alrededor y el centro queda vacío, bueno la mitad son mesas compartidas y algún puesto de bebidas, el resto libre, ese día tocaba el inicio del mundial y la gente se sentaba en una alfombra frente a una gran pantalla. De camino las viviendas de Siza apoyadas en la muralla, ligeras y agradables, mediterráneas, contrastan con la arquitectura lisboeta, distintos materiales, distintos tiempos, la historia frente a la modernidad.
Cogimos el ascensor da Bica para subir en medio de guirnaldas al Barrio Alto. No hay que olvidar coger la tarjeta de transporte, sirve para todos los medios de transporte y solo hay que recargarla. Subimos hasta la plaza del Príncipe Real con su árbol “carramachão” su fachada recién restaurada y un centro comercial en un palacio urbano, cada habitación es una tienda y su patio central un restaurante, era demasiado tarde para verlo bien, pero parecían tiendas de diseño atractivo y la casa magnífica con una gran escalera por la que no subí.
La cena en un lugar tradicional, con sus reservados y comida de mercado: Casa Antiga Faz Frío y luego al mirador de Alcántara, ya de noche, ofrece una vista extraordinaria que permite ver alguna de las siete colinas de la ciudad y su movido paisaje, todas las luces encendidas, enmarcando al silueta más conocida de Lisboa, desde el castillo de San Jorge desparramándose por Alfama pasando por la Sé hasta llegar al mar, como un recortable de sombras chinescas y después claro al café Chinés, quince años después de su inauguración, sigue siendo atractivo, es posible que no esté de moda pero no importa, se está bien.
De despedida el desayuno en Garret de Estoril, deliciosos bollos y estupendas “pratas” para llevar de recuerdo. Callejeando alguna jacarandá más, “los árboles de la moneda” con sus flores azules llenando de color la ciudad blanca, nunca he sabido por que la llaman así estando como está llena de color.
El remate en la rúa das Janelas Verdes para ver el Museo de Arte Antiga, el imán: las tentaciones de San Antonio de el Bosco, pero una mirada atenta no deja de apreciar las maravillas que contiene, pintura italiana y flamenca, el apostolario de Zurbarán, el San Jerónimo de Durero, pero también hay hermosos Cranach o Memling, en cambio el Piero del a Francesca me decepciona. En artes decorativas, el precioso biombo de Nanbam y para concluir el viaje su terraza sobre el Tajo y el puerto de Lisboa bajo el deslumbrante cielo azul.